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UN GRITO DESESPERADO

MARIO HERNÁNDEZ ENCISO

Algo grave está por ocurrir. No traen maleta, calzan tenis y platican demasiado. El representante al consejo estudiantil los escucha. Parece como si tratase de dar oídos a un atisbo para lo cual solo él estuviera facultado. Entonces afino mis oídos y no oigo más que el murmullo de las voces.

Sobre la puerta de cada salón, un pendón reclama por Niña. Dos saltimbanquis se pasean arengado algo que no alcanzo a entender. Los mimos corren remedando a quien encuentran al paso. Los payasos lloran la perdida de Niña. El timbre da la señal para entrar a los salones, pero ya los primeros gritos empiezan a escucharse.


       A tres metros de altura, una pancarta con letreros de Niña atraviesa el patio principal. Los yopos en el tallo, en las hojas, en las raíces, Niña. Las termitas sobre el espinazo; igual la iguana que defeca y orina el capó de los carros; cuando alguien viene salta a uno de los árboles, yo la busco con la mirada y veo el letrero deslizarse sobre el tallo. Un estudiante de once, megáfono en mano, reparte las órdenes. En grupos de a diez, el alumnado se dispersa. Los gritos son cada vez más altos: “o nos dicen donde está Niña, o no entramos a clase”. Pisando fuerte van y vienen sobre el adoquinado. Por el altavoz: “se le ruega al alumnado pasar a los salones”.


       Al comienzo creí que la protesta era solo de estudiantes, pero me sorprendió ver a mis compañeros entreverados en la multitud. Entonces aceleré el paso y vi cómo se quitaban las camisas  y las blusas, y una imagen de Niña patas arriba en su pecho, envuelta en una carcajada verde. Niña, tal cual, con su cara canosa y sus diez tetas negras grandotas y arrugadas. Como si quisiera vengarse de todos. Tal vez ya se lo olvidó el día que se le atravesó  una empanada de papa en la garganta, que el profe Nelson la llevo al veterinario quien dijo que de no ser por su edad serían diez perritos. De nuevo la voz por el parlante: “Si alguien sabe de  niña, que diga”.


       El estudiante de once continúa vociferando: “tomar el patio principal, tomar el patio de matemáticas, rodear secretaría, tomarse y romper los vidrios de la cafetería…” El grupo de porristas  del colegio es el encargado de cerrar los salones. Más atrás, los más pequeños patean las puertas y tiran las materas al piso. Siete-cinco rodea la cafetería y lanza frutos de pomarrosa contra las puertas y las ventanas. Los gritos no cesan: “fuera, fuera del colegio, por su culpa Niña se fue, fuera” “fuera con sus empanadas de papa”, “exigimos nueva administración”.


       Diez-dos está a cargo de los grafitis: Niña en cursiva, Niña en imprenta, Niña en letras de molde, en las paredes, en el piso, en las columnas, en las puertas de los baños, Niña por todas partes, pero nadie da razón de Niña. La rectora debe saber algo, grita Piedad, la representante de nueve-cuatro. Está cerrada la puerta, y qué importa, vamos. Y sin dejar de gritar, avanza. Los gritos conjugan un grito desesperado.


       El último recuerdo que tengo de Niña son sus ladridos, sabían a despedida, duró quince minutos latiendo, fue el veinticuatro de junio al medio día, quince minutos antes de salir a vacaciones. A la salida del colegio, parada junto al Monumento al Lápiz, ve salir a los estudiantes. Luego camina hasta la calle, lleva el hocico mocoso y la cara humedecida. Al llegar al otro extremo de la vía, intenta ladrar de nuevo pero un nudo en la garganta se lo impide. Entonces se da cuenta que la observo, y sin importarle el qué dirán corre por entre la gente, por entre los carros, por entre las motos hasta perdérseme de vista. 


       Escucho sonidos de sirena, y veo luces rojas y amarillas rebotar de las ventanas. Otro día termino de contarle.

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